EL RETRATO ECUESTRE
DEL CONDE DUQUE DE OLIVARES
Esta
obra pertenece al barroco y se
desarrolló principalmente en el siglo XVI. El Barroco es una evolución del
Renacimiento a partir de la ruptura que el manierismo había hecho con pureza
clasicista.
El
autor de esta obra es Diego Rodríguez de
Silva y Velázquez y se puede decir de él, que es una de las figuras cumbre
de la pintura universal. Nació en Sevilla el 6 de Abril de 1599 y murió el 6 de
Agosto de 1660.
A
lo largo de su vida se pueden diferenciar seis etapas: la etapa sevillana,
primera etapa madrileña, primer viaje a Italia, segunda etapa madrileña,
segundo viaje a Italia y por último la etapa final en Madrid. Este cuadro
concretamente pertenece a la segunda
etapa madrileña, ya que la datación de la obra es de 1638. Durante esta
etapa realizo numerosos retratos, y la obra más importante de este periodo es La Rendición de Breda.
Esta
obra la encargó el propio Conde Duque de Olivares, y además debemos considerar
este retrato como uno de los más apreciados por Velázquez, ya que el Conde
Duque de Olivares no era solo un noble de la corte madrileña, sino que ocupaba
un cargo de especial importancia.
El
tema de la pintura es un retrato
ecuestre, en el que aparece el Conde Duque de Olivares montado en un
voluminoso caballo. Al Conde se le representa con una armadura, un sombrero,
una banda y una bengala, que representaba su condición de jefe del ejército.
Respecto
a su técnica es un óleo sobre lienzo. Conviene indicar que el artista
pintaba al “alla prima”, esto significa que previamente no realizaba ningún
boceto o dibujo previo. Así pues, en este retrato podemos ver alguna
modificación como por ejemplo, en las patas del caballo.
Sus
dimensiones son grandes, pues mide 2,3 metros de ancho y 3,1 metros de largo.
Los colores que más se aprecian son los tonos pardos y oscuros con algunos
rojos. También se pueden apreciar los tonos verdes y azulados que nos dan
sensación de lejanía, lo que acaba provocando una perspectiva aérea. Además se
ven detalles dorados en la armadura y en las correas del caballo.
En
cuanto al paisaje, es un claro ejemplo de paisaje
Velazqueño.
Según
la composición se ve claramente dos
diagonales que se cruzan en el centro. La primera la forma el lomo del caballo, que desciende desde la
izquierda (cabeza) hasta la derecha (cola) y la segunda diagonal asciende desde la izquierda hasta la derecha y es
la que forma el cuerpo del conde, erguido sobre el caballo. Ambas se cruzan
exactamente en el centro de la imagen, así, el conde ocupa el eje de simetría central. A la vez, se
está creando una especie de vínculo visual entre la mirada del conde y la del
espectador.
También
observamos un naturalismo real y logrado.
El rostro del conde aparece tal y como era en realidad. Los pliegues del fajín
cuelgan de una forma muy realista, y las crines del caballo ondean al viento,
con naturalidad.
Por
otra parte, hay un estudio de la profundidad
y un tratamiento adecuado de la luz y de la sombra. La luz proviene del
lado izquierdo del cuadro y las sombras se proyectan en la dirección opuesta,
también con un notable realismo.
Esta
obra la quería el Conde Duque de Olivares para decorar el palacio en el que
residía y una vez que se abrió el Museo del Prado, en 1819, el cuadro se
encuentra expuesto allí de forma permanente, junto con otras obras de
Velázquez.
Una
pequeña curiosidad es que el papel blanco que se ve en la zona inferior
izquierda tiene, diversas interpretaciones sobre que puede significar, y una de
ellas es que el artista Velázquez lo deja en blanco en vez de firmarlo porque
él era consciente de que no había otro artista en España que pudiera realizar
este excelente retrato del todopoderoso Duque de Olivares.
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