El autor de la
Villa Médicis es Diego Rodriguez de
Silva y Velázquez, más conocido por su segundo apellido. El sevillano llevó
a cabo una pareja de cuadros bajo el título de Vista del jardín de la Villa
Médicis, en Roma, aunque nosotros nos centramos en el que también es conocido
como “fachada de Grotto-Loggia” o “el atardecer”, donde la figura humana
tiene menos importancia.
Diego Rodríguez de
Silva y Velázquez es considerado uno de los mayores exponentes del arte y en
especial de la pintura, tanto barroca como mundial.
Nació en el año 1599 en Sevilla, ciudad que por
entonces era uno de los dos centros fundamentales de España ya que poseía el
monopolio del comercio con América, lo que propició la variedad de
nacionalidades y de contrastes, sirviendo este ambiente de inspiración para
muchos artistas. Su padre, era de origen portugués, y su madre era sevillana.
De ésta última adoptó, tal y como era tradición en Portugal, el apellido por el
que se le conoce.
Velázquez inició su
formación artística a muy temprana edad. En 1609 pasó unos meses en el taller
de Francisco Herrera el Viejo, pero su pésimo carácter provocó que el joven
aprendiz ingresara en el taller de
Francisco Pacheco, pintor y escritor que gozó de gran prestigio en su época
y que prestó mucho interés al arte de la pintura, considerado todavía como
oficio de bajo nivel. De esta manera pasó seis años aprendiendo y absorbiendo
todos los conocimientos que Pacheco le proporcionaba, hasta que, en la
primavera de 1617, Velázquez superó el examen requerido para la práctica del
arte consiguiendo la licencia pero no sólo de carácter local, sino de carácter
nacional. Así, podía abrir un taller y ejercer como maestro.
Al año siguiente,
Velázquez se casó con la hija del que había sido su maestro, Juana, con la que
tuvo dos hijas.
La trayectoria
pictórica de Velázquez puede dividirse en varias y diferenciadas etapas. La
primera es conocida como etapa de
formación o de Sevilla, que se inició en 1617 y que duró hasta 1622. Ésta
se caracteriza por una clara influencia del manierismo y del tenebrismo, con
fuertes contrastes entre luces y sombras, colores terrosos, estilo sencillo, y
realismo, con contornos bien dibujados. Destacan temas de la vida cotidiana y
bodegones, con cuadros como Cristo en casa de Marta, o El aguador de
Sevilla.
Esta etapa es
sucedida por la etapa en la corte,
de 1623 a 1629, siendo Pintor Real, lo que le facilitó el conocimiento de otros
grandes artistas. En este período realizó retratos con un estilo sencillo, como
el Retrato de Felipe IV.
Su encuentro con
Rubens, que visitó Madrid en 1629, le sirvió de influencia y de impulso para
viajar a Italia al año siguiente, además de que le acercó al humanismo y a la
mitología. Así, en este mismo año terminó su cuadro Los Borrachos o El
Triunfo de Baco.
De 1629 a 1631,
realizó su primer viaje a Italia,
donde conocerá obras de los pintores italianos que le sirvieron de inspiración.
En Roma estuvo residiendo casi un año. De esta manera abandonó el tenebrismo,
cultivó el desnudo masculino, evolucionó en los colores y apareció su
preocupación por la perspectiva y la profundidad. Además conoció al pintor
español Ribera.
De esta etapa
destacan obras como La fragua de Vulcano.
Volvió a Madrid, donde estará de 1631 a 1649, comenzando
de nuevo otra etapa como retratista, aunque también realizó pinturas históricas
y religiosas. Su dibujo ahora es más suelto, las figuras menos rígidas y el
espacio se llena de aire, presagiando la perspectiva aérea. Destacan El
príncipe Baltasar, El Conde-Duque de Olivares, Las Lanzas o
La Rendición de Breda, El Niño de Vallecas, Pablillo de Valladolid
y Sebastián de Morra. Es el momento de auge del pintor, con una
producción muy importante.
De 1649 a 1651
realizó su segundo viaje a Italia
como artista-embajador, el cual le permitió perfeccionar la técnica, y plasmar
la perspectiva aérea, usando en su pincelada suelta cada vez menos pasta
pictórica. De esta etapa destaca El retrato a Inocencio X (Papa), y La
Venus del Espejo.
Regresó a Madrid en
1651, comenzando así sus últimos nueve
años de vida, en los que destacan dos obras importantes, Las Meninas,
y Las Hilanderas.
Murió el 6 de
agosto de 1660 tras caer enfermo y fue enterrado según las palabras del
biógrafo y pintor del siglo XVII Palomino, “con
la mayor pompa y enormes gastos, pero no demasiado enormes para tan gran
hombre”.
En cuanto al
contexto histórico de la obra, ésta pertenece al siglo XVII, que fue una época de oscuridad para España en muchos sentidos y que contrasta totalmente
con la hegemonía que los Austrias Mayores, Carlos I y Felipe II, habían
conseguido para nuestro país en el siglo anterior. Así, con la llegada de los
Austrias Menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), quienes no consiguieron
mantenerse a la altura de sus predecesores, el declive de España fue
consolidándose progresivamente hasta convertirse en un hecho. Pero en toda esta
situación de desaliento y frustración, el panorama artístico español se
desarrolló, lo que provocó un claro contraste entre la decadencia material y el
esplendor artístico y cultural,
llegando a ser conocido el siglo XVII como “El
Siglo de Oro Español”. El arte y la literatura sirvieron de esta manera
como instrumentos de evasión y de expresión de sentimientos. La pintura, de
todos los ámbitos artísticos, fue la que presenció un mayor apogeo, pues nunca antes habían convivido en España
tantos y tan buenos pintores al mismo tiempo, apareciendo maestros que se
adelantaron incluso a épocas posteriores, tales como José de Ribera, Murillo,
Zurbarán, y sobre todo, Velázquez.
La Villa Médicis es
una pintura de la que se desconoce la
fecha con exactitud, y hay dos
opiniones encontradas al respecto, pues algunos sostienen que este cuadro
fue realizado en 1630, durante su primer viaje a Italia, mientras que otros
sostienen que se llevó a cabo durante el segundo viaje a este país, hacia 1650.
Los defensores de la primera hipótesis basan sus argumentos en un documento
mencionado por Palomino, en el que se revela que Velázquez obtuvo el permiso
para vivir en la Villa Médicis mediante una respuesta que el secretario de
estado Cioli realizó: “… el señor conde
de Monterrey quería que yo hiciese alojar, en el jardín de la Tinità dei Monti,
a un pintor del rey venido aquí, que en los retratos del natural- según me
dice- es muy exquisito, a fin de que pueda pasar todo el verano”. También
se basan en que el cuadro fue pintado sobre una preparación marrón, similar a
la que Velázquez usó en su primer viaje a Italia. Los defensores de la segunda
hipótesis se basan esencialmente en el estilo tan avanzado que presenta esta
pintura.
Es una pintura al óleo sobre lienzo, de 48.5
por 43 cm y que actualmente se encuentra en el Museo del Prado en Madrid.
Uno de los factores
que hace que esta obra se diferencie de las prácticas habituales de aquella época,
que se centraban sobre todo en motivos religiosos o retratos, es la falta de un tema, pues simplemente
aparece en la imagen un paisaje, que
además no va acompañado de ninguna historia. Así, Velázquez pinta la
naturaleza sin ninguna excusa narrativa
que la justifique, algo singular para el siglo XVII, donde el paisaje en sí
mismo no se consideraba un tema digno de ser representado.
En el cuadro
aparece la vista de un jardín de la
Villa Médicis en Roma, concretamente la fachada de Grotto-Loggia, al
atardecer. Esta Villa es uno de los palacios más importantes de Roma, que fue
fundada por Fernando I de Médicis hacia 1576 con el fin de reafirmar su
presencia permanente en Roma y que actualmente alberga la Academia Francesa de
Roma desde 1803. Fue la residencia de Velázquez en el primero de sus viajes a
Italia.
Velázquez utiliza
una serliana o estructura
arquitectónica que resulta de la combinación de un vano culminado con un arco
de medio punto en el centro, flanqueado por otros dos vanos adintelados, pero
en este caso cerrados y que se encuentran casi en ruinas, tapados por unos
andamios. En la balaustrada, hay una muchacha que parece extender una sábana al
sol, mientras dos hombres abajo contemplan la arquitectura y conversan. A su
lado, hay un busto clásico, y en la pared una hornacina con una escultura.
Velázquez no buscaba
una composición, por ello ésta se basa simplemente en la horizontalidad del muro, y la verticalidad
de los árboles, las columnas, las pilastras y las figuras humanas. Tampoco
en esta pintura tiene demasiada importancia la perspectiva.
A pesar de todo
ello, lo más destacable de este cuadro es la técnica que empleó Velázquez. El sevillano quería transmitir la naturaleza de manera directa,
y para ello llevó todos sus utensilios de pintura al lugar que quería plasmar
en el cuadro, en este caso al jardín de la Villa. Realizó lo que se conoce como
pintura al aire libre, que era una
práctica muy poco habitual en su época, y menos en la España barroca. Esto lo
habían llevado a cabo los holandeses establecidos en Roma para tomar
anotaciones y apuntes rápidos, lo que ha llevado a pensar que esta pintura de
Velázquez era tan sólo un simple boceto de una obra posterior.
La pincelada que
emplea Velázquez se conoce como pincelada
corta o suelta, que se yuxtapone y que es muy ligera, diluida, pues apenas esboza las formas de las figuras e
incluso deja que se vea la trama de la tela. Abandona el detalle para
emplear una técnica mediante la cual pinta con manchas, dando pequeños toques
con el pincel y adelantándose totalmente al impresionismo que siglos después
llevó a cabo Monet. De esta manera busca mostrar
la experiencia de un momento concreto y no la intemporalidad de una parte
del jardín, por ello muchos han insistido en que Velázquez lo que realmente
pretendía era plasmar una atmósfera
determinada, tal y como el impresionista
Monet realizó dos siglos más tarde con la Catedral de Rouen.
En cuanto a los colores, la evolución cromática de
Velázquez fue aclarándose progresivamente, por ello, en esta obra los tonos que
se observan son suaves, con
predominio de los ocres y los colores terrosos (que son colores cálidos), gris
azulado para el cielo, y diferentes tonalidades de verde para los árboles y los
setos que rodean el muro. Los dos últimos son fríos. En este cuadro no aparece
ningún color primario en su totalidad, el único que podría enmarcarse en esta
categoría sería el azul. La gama cromática en esta obra es de especial
relevancia, y va unida con el tratamiento de la luz que este autor realiza.
Velázquez busca la creación y plasmación
de una atmósfera dentro de la pintura, por ello hay una interrelación entre
la luz y la naturaleza. El cuadro muestra, de este modo, un ambiente propio de un atardecer, que se
consigue gracias a la pincelada suelta, dando lugar a casi manchas de luz y
color, tal y como se observa en los cipreses. Así, la luz proviene de la parte
derecha del cuadro tal y como se aprecia en el juego de luces y sombras de las
copas de los cipreses, más oscuros en la izquierda, y en las sombras que la
estatua de la hornacina y las columnas proyectan sobre la pared.
En cuanto a calidades y texturas, es de nuevo la
pincelada corta que Velázquez empleó en este cuadro la que nos permite
distinguir los volúmenes de los objetos
y los tejidos y materiales que los conforman. Se puede apreciar la
esponjosidad de los árboles, la tela de la sábana o mantel, la madera de los
andamios, o la piedra del muro, las columnas y el arco.
Como conclusión, nos encontramos ante un cuadro que
anticipa algunas fórmulas pictóricas
posteriores, pues Velázquez demuestra tanto en esta obra como en casi todas
las de su producción que además de tener un dominio pleno de la técnica, fue
capaz de innovar, adelantarse y de
romper totalmente con los esquemas de su época, sin tener relación con ningún
autor ni estilo existente por entonces. De este modo sintetizó los estilos del siglo XVI
y XVII, el renacimiento romano y la escuela veneciana, el
tenebrismo, el barroco flamenco y el naturalismo hispano, por lo que pintores
neoclásicos como Ingres, románticos como Delacroix, impresionistas como Manet y
Degas, surrealistas como Dalí, y hasta el mismísimo Goya son sus deudores, pues
todos se vieron influidos por él.
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